Comentario
Las academias constituyen un modelo de institución artística poco conocido y, quizás por ello, escasamente valorado. A ello no son ajenos, sin duda, los prejuicios acuñados durante el siglo XIX -sobre todo en su segunda mitad-, debido al comportamiento de las corporaciones académicas que funcionaron en aquel período. Como consecuencia de ello llegaron a convertirse en sinónimo de instituciones regresivas, coercitivas de la libertad de creación artística e instrumento de la regulación oficial del gusto. Sin embargo, hasta ese momento habían jugado un papel bien distinto en el desarrollo y dignificación de la profesión del artista.
Efectivamente, las academias de artistas nacen como consecuencia de la necesidad sentida por sus creadores de configurar una institución diferenciada de los gremios, cargados de connotaciones medievalizantes y representativos de los oficios caracterizados como mecánicos. Por esta razón éstos fueron siempre aborrecidos por los artistas, los cuales, en todo momento anhelaron el status de liberales que les había hurtado la tradición clásica. Frente al gremio, que trataba únicamente de regular las relaciones laborales de los oficios, los artistas plantearon una alternativa institucional, por medio de la cual intentaron obtener un triple objetivo. El primero de ellos, que de por sí la separa radicalmente del gremio, lo constituye la necesidad de establecer sesiones periódicas entre los académicos donde se traten problemas de un marcado carácter teórico. Esta situación está provocada por las modificaciones que se produjeron en la concepción de la pintura, que propicia la discusión de asuntos que nada tiene que ver con los antiguos tratados versados en problemas surgidos de su práctica, como son las combinaciones de colores, la composición de las pinturas, etcétera. En las nuevas academias priman preferentemente los temas de naturaleza especulativa, como el de la nobleza de la pintura y la superioridad de la pintura sobre la escultura, entre otros.
La segunda finalidad que justifica la aparición de las academias está directamente relacionada con la enseñanza de los pintores. Los nuevos académicos rechazan, por lo general, los procedimientos tradicionales. Por medio de ellos el futuro pintor ingresaba como aprendiz en el taller de un maestro, en el cual llevaba a cabo labores que poco o nada tenían que ver con materias estrictamente artísticas. Después de un largo aprendizaje en estas condiciones, era examinado por un jurado compuesto por miembros del gremio que tenían la potestad de otorgarle el título con el cual ejercer la profesión de pintor, al mismo tiempo que el ingreso en el gremio. Este título tenía un carácter restringido, en el sentido de que el nuevo pintor podía abrir su taller sólo en el ámbito territorial en el que el gremio tenía jurisdicción -recuérdese el famoso pleito entre Zurbarán y Alonso Cano, al intentar transgredir el primero la norma referida-, y sólo podía realizar pintura del género para el cual se había examinado. Es fácil comprender que este modelo de educación plenamente medieval debía repugnar a los espíritus formados bajo las nuevas ideas. Por ello, este procedimiento de abajo arriba fue sustituido por otro en el que los nuevos pintores empezaron siendo alumnos y no sirvientes. Comenzaron a ser impartidas clases tanto teóricas como prácticas en las que participaron los virtuosos. Al mismo tiempo, los nuevos procedimientos educativos dignificaban la enseñanza y, consecuentemente, la actividad del artista. A partir de ahora, éstos se ahorraban el vejatorio recuerdo de haber sido sirvientes antes que pintores. Por otra parte, las academias intentaron monopolizar la capacidad para otorgar títulos. Esta es sin duda una de las modificaciones más importantes, ya que, no sólo ejercían un control ideológico sobre la profesión -puesto que sólo sería pintor aquel que cumpliera los requisitos impuestos por los criterios de los académicos-, sino que además se convertía en un arma de extraordinario poder, al otorgar o negar a su voluntad la posibilidad del ejercicio del arte de forma profesional.
En este sentido, el papel jugado por las academias en la consideración de las bellas artes como fenómeno nacido del espíritu -artes liberales- y no como labor realizada con las manos -artes mecánicas- fue sencillamente decisiva. Al mismo nivel, al menos, que los otros dos responsables de la modificación en la consideración social del arte: los pleitos suscitados en defensa de la pintura y los tratados artísticos, que conjuntamente configuraron el soporte teórico de todo este proceso.
Las academias son instituciones nacidas en el ambiente artístico italiano. En justicia hay que considerar a Leon Batista Alberti como un precursor extraordinariamente lúcido de planteamientos a este respecto, que sólo alcanzarían pleno desarrollo durante el siglo XVI. La defensa emprendida por Alberti se centraba básicamente en la superación de una situación medievalizante, que establecía una identificación laboral entre los artistas y los artesanos, confundiendo ambos colectivos en una institución común: el gremio. A partir de Alberti muchos otros fueron los autores que, como se ha indicado, se empeñaron en la empresa de la dignificación social del arte. Estos centraron básicamente su argumentación en la repulsa de la concepción medieval, todavía vigente, por medio de la cual los trabajos realizados con las manos -las artes mecánicas merecían menor consideración que las actividades que no requerían ningún trabajo físico. Después de Alberti muchos fueron los autores que incidieron sobre este mismo problema, configurando progresivamente una nueva visión del trabajo realizado por los artistas y por el componente intelectual que requería su ejecución. Así, Leonardo, Vasari, Zuccaro, Lomazzo y otros, insistieron en el carácter intelectual de la pintura, asumiendo un nuevo espíritu presidido por el ansia de promoción social. Esto es un repudio del gremio como institución que representa a los pintores lo que, unido a la modificación de los principios de la pedagogía artística, dio como resultado la necesidad de una nueva institución. Sería distinta del gremio y con ella los nuevos artistas podrían sentirse identificados. Esta institución es obviamente la academia.
Parece conveniente reseñar que la academia no fue nunca el origen de los cambios en la estructura social que dieron cómo consecuencia la modificación en la consideración de los artistas. Estos cambios precedieron a la creación de las primeras academias. Sin embargo, esta nueva institución sirvió, sin duda, para potenciar y difundir las ideas que propiciaron su creación. Por ello, éstas se erigieron rápidamente en el principal baluarte de la defensa de la inclusión de la pintura entre las artes liberales. Desde este punto de vista el mero surgimiento de las academias artísticas debe ser considerado ya como una prueba del nuevo espíritu naciente. Por un lado, creaba definitivamente distancias insalvables con respecto a otras actividades artesanales que, debido a la carencia de una vertiente teórica en su actividad, no fueron capaces o no sintieron la necesidad de deslindarse del gremio, que englobaba las actividades artesanales. Por otra, colocaba a la pintura al mismo nivel que otras actividades de reconocido prestigio, como era el caso de la poesía o las matemáticas, pertenecíentes en ambos casos al colectivo de las artes liberales.